El romero de la Villa Adriana.
…a poco de subir la suave pendiente,  la belleza del complejo de construcciones monumentales –termas, espejos de agua rodeados de romero,  teatros y templos de un increíble pasado- que hizo construir el emperador Adriano  entre los años 118 y 138 d. C. , nos cautivó…

El trayecto para llegar a la Villa Adriana, a los pies del Tívoli, fue al principio un encuentro con la Roma de los suburbios, por tramos parecida al conurbano bonaerense, por la basura, los pastos altos y las fábricas cerradas.
Entre las sensaciones de la jornada, estuvo la indiferencia del personal en contacto de los puntos neurálgicos en cualquier visita turística. El empleado de Información Turística de la comuna de Tívoli, encerrado en su casilla vidriada, que apenas abrió para entregar unos folletos y responder mezquinamente algunas preguntas de rigor, apurado por volver a la pantalla de su computadora, fue la primera impresión. Luego, en la boletería de entrada a la Villa Adriana, las más que escuetas palabras intercambiadas con la agente que se limitó a vendernos las entradas sin entregar un plano del sitio, ofreciendo  la impersonal audioguía (qué agradable y didáctico hubiera sido al  menos una guía en persona, sobre todo porque éramos unas 20 personas recorriendo el sitio y podríamos haber formado un grupo). Por el contrario, el taxista que nos condujo hasta la puerta de este sitio Patrimonio de la Unesco, fue amable, verborrágico, y dio un testimonio de las angustias del italiano medio, que aconseja a sus hijos migrar a países como Australia, y lamenta la corrupción y el deterioro de las condiciones de vida, señalando la semejanza con España y Grecia.
El bar contiguo a la entrada, frío y en parte inundado, no causaba más que espanto a quienes curioseaban el interior,  consultaban la carta y renunciaban al café o a la cerveza que hubieran tomado con gusto.  
Pese al empeño del entorno por disuadirnos de entrar a visitar la Villa –uno de los sitios más importantes de la Roma antigua- emprendimos la caminata, y a poco de subir la suave pendiente,  la belleza del complejo de construcciones monumentales –termas, espejos de agua rodeados de romero (y de ahí el título que se me ocurrió para esta nota),  teatros y templos- que hizo construir el emperador Adriano  entre los años 118 y 138 d. C. , nos cautivó: más que una villa, es una verdadera ciudad que se extiende por 300 hectáreas. Los edificios más notables son el Pecile, el Centro camerelle, el Ninfeo, las Piccole e Grandi Terme, el Canopo (piscina monumental), el Palazzo Imperiale con la Piazza d’Oro y el Teatro Greco, entre otros.

Valió la pena. Al final pasamos nuevamente por la construcción que albergaba la maqueta del lugar, donde una foto de Margueritte Yourcenar, la autora de Memorias de Adriano, nos despedía sonriente.  Un almuerzo con spaghetti, polenta y vino rosso, nos devolvió el calor al cuerpo en el frío noviembre romano. Volvimos en bus de línea, comentando lo vivido y rodeados de la babel de inmigrantes  árabes y africanos que se preparaban para su jornada de lunes, mientras prometíamos acostarnos temprano, para ir al día siguiente, a la misa de 7,30 en el Vaticano.

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